Manfredo, hijo bastardo de un cantante de postín, frecuentaba los burdeles cual sacerdote egipcio del tiempo de Tolomeo. Tenía la costumbre de salir al balcón de su casa manifestándose y exponiendo su verga a la adoración de los fieles y feligresas que por la calle pasaban, sintiéndose como en un templete de altar.
El decía en gran manera, mucho, muy, "que los cinco mandamientos, sus cinco dedos de la mano derecha, les había pasado por el Chichi de su amante parturienta", que, ahora, se movía en la cama de un hospital sin ayuda ajena.
Ella, en la cama, se inclinaba a un lado u otro como cuando se va a caballo, o él se la montaba y la penetraba en mandarria, como con martillo de dos manos en ceremonia eclesiástica. Las sábanas blancas del hospital, para ella, eran bayeta para limpiar a su bestia.
Manfredo era mandilón, hombre de poco espíritu, apocado, inútil y de poco valor como los popolíticos que usan mandriles para dilatar sus bocas y, en el Congreso, su hacienda, se les ve maneados como los potros.
A semejanza de los toreros, su manera o bragueta abultaba en alto grado, aunque dijeran de él que se había colocado un pepino, como dicen que hiciera Federico II, que usurpó la corona de Nápoles y Sicilia dándole a su sobrinoConradino por donde amargan los pepinos.
El llevaba mangas postizas de lienzo negro, y gobernaba a los dioses infernales, a las sombras o almas de los muertos, enseñándoles a venir a la mano como se hace con el halcón o el azor ; y, sin embargo, no podía con la lechona vieja, su concubina, que recién había parido en un mes mangonero en el que hay muchos días festivos.
- Querida, le dijo, enseñándole una vejiga o bolsa de cuero con un cañoncito en la boca, ahora te voy a hacer una lavativa, por prescripción facultativa.
Ella, arrodillada, se inclinó por delante, y él, como en el obraje de paños o del arte de la seda, le cardó ocho cadejos de pelo del culo dando las mismas vueltas que dan los monteros o cazadores para reconocer un paraje en la caza.
Le dijo :
- Esto será mano de santo, aliño y arreglo del cutis.
Repentinamente, cuando menos se pensaba, dejó la lavativa y la embistió, ejecutando en ella los trabajos últimos de amor para dejarla acabada.
Sin darse cuenta, al ser él un sujeto largo de manos que tenía las manos largas, alcogerla del cuello, de una mano a otra, para obrar desatinadamente, sin pies ni cabeza, la asfixió, cantando su concubina la muerteen la mano.
De pronto, en muy poco tiempo, cuando él exclamó : "¡En buenas manos está el pandero¡", las campanas de la iglesia parroquial clamorearon, tocando a muerta.