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En el arcotete
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 Article publié le 19 juin 2022.

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Ese primer semestre de tercero de Secundaria en San Cristóbal de las Casas, en febrero de 1957, me estaba resultando difícil, porque necesitaba adaptarme al nuevo estilo en relación con el de la Secundaria de San Juan del Río, Querétaro, pues ahora vivíamos con los abuelos y mi mamá tenía la pierna derecha enyesada, consecuencia del terrible accidente que sufrimos el ocho de diciembre del año anterior.

Mi ingreso a la escuela fue caótico porque, por ser relativamente nuevo, querían hacerme lo de la novatada, rapándome, como si fuera alumno de primer año. No pudieron lograr mucho por mi ya incipiente calva y todo acabó resultando simbólico.

Como tenía al Sorilo y al Coty como compañeros con los que compartí también la Primaria, del tercero al sexto año, armamos un grupito de jugadores de voleibol, aprovechando mi conocimiento y práctica de ese deporte, allá en la Secundaria, de San Juan, en dónde era muy popular, porque con esa disciplina nos evaluaban la materia de Educación Física.

Jugábamos en las tardes en el patio de la Primaria Adolfo Ramos, que colindaba con nuestra escuela.

En una de esas sesiones deportivas, se nos unió el Mono Cañas, quien no era bueno jugando, pero si era echando la culpa cuando por un error suyo nos anotaban tantos en contra. Llegué a hacerme de palabras con él, pues ya llevábamos la bronca, desde el inicio del semestre porque cuando él "decretaba" huelga para no entrar a clases, yo sí lo hacía. Y en la clase de Francés con la Maestra Carmen Santiago, nos atacaba, además, lanzándonos pelotas de barro de la clase anterior de Modelado, con elp Maestro Samuel Diaz. En realidad, la actitud del mono Cañas, hacia mi persona, el odio a primera vista fue encarnándose en lo más profundo de su truculento ser.

Al Coty se le ocurrió, que para limar asperezas, hiciéramos los cuatro un paseo y opinaron para que fuéramos al Arcotete y acepté.

La tarde anterior a la fecha, estando de visita con mi amigo Memo Monterrosa, quien me mostró una pistola Smith&Wesson, calibre veintidós, con una funda con carrilleras, todo a la usanza del Oeste gringo del siglo anterior. "Por si las moscas", dijo, luego de contarle de mis diferencias entre Cañas y yo, y él, de buena intención, me dio la pistola, y no lo pensé dos veces, porque además de presumirla, como fuera la cosa, me serviría en cierto modo, de protección.

A las ocho de la mañana nos encontramos los cuatro en la plazuela de Guadalupe. Nos pusimos de acuerdo y agarramos rumbo por La Garita, pues el camino para el Arcotete, después de avanzar slgo, encontramos la desviación y fuimos cortando camino por la veredita que nos llevó al fabuloso Arcotete.

De momento no me entusiasmé porque no vi nada relevante en el paisaje, hasta cuando cruzamos el arroyo de un metro y medio de ancho, por un metro de profundidad, pude distinguir que pasaba entre las montañas, más bien entre la formación rocosa que le daba apariencia de túnel, por donde el agua del río circulaba. En verdad, el lugar muy bien valía la pena hacer la caminata para llegar hasta ahí. Puse mis cosas a un lado, siguiendo la sugerencia del Mono, escalamos parte de la caverna hasta un lugar desde el cual se divisaba todo el paisaje. Al empezar a ascender me quité la pistola, desabrochando el cinturón y la puse en una saliente de la roca, siempre junto a mis cosas.

El Mono bajó primero, y no se me hizo extraño porque de por sí, era muy nervioso y desesperado.

El arma no estaba en la saliente donde la había dejado. Busqué por todos lados y no aparecía. De pronto Cañas, después de tomar dos copas de tequila, se empezó a carcajear, señalando el agua.

V i hacia el río y en el fondo pude divisar la pistola y.mi armónica cromatica, porque el agua estaba muy transparente. Me metí para sacarlas mientras mis compañeros se acercaban con el propósito de ayudarme.

Como llevaba una toalla pensando en bañarnos, la usé para terminar de secar la armónica y el revólver, que de improviso me quitó de las manos el Mono. Prácticamente a quemarropa, la amartilló apuntando hacia mí y alcancé a escuchar los dos ¡click ! Del gatillo al percutir contra las balas y como no se dispararon, dirigió el arma hacia mi camisola amarilla, colgada en una rama.

— -¡Esta chingadera no sirve ! ---después de gritar con voz aguardentosa, volvió a jalar el gatillo y el proyectil perforó la tela de mi chaqueta, haciéndole un agujero.

El Coty y el Sorilo lograron desarmar a Cañas, quién tenía los ojos vidriosos y enrojecidos por el efecto del alcohol.

Luego de recoger mis bártulos, me metí entre los árboles, buscando el rumbo de San Cristóbal o sea hacia el poniente. No había avanzado mucho cuando escuché el balazo del rifle de un tiro en manos de mi enemigo.

— -¡Te voy a matar, enano, te voy a matar ! --- pude escuchar de una voz que denotaba el estado alcohólico de su dueño.

Apuré el paso, guiándome por la brújula adquirida desde cuando di inicio a la Secundaria, buscando el río, que de ser el Fogótico, mep llevaría al valle de San Cristóbal.

El ruido de agua corriente me ubicó y en muy poco tiempo alcancé la orilla, donde pude caminar con cierta facilidad, hasta que en un momento dado me encontré con una especie de cañón, cuyas orillas, como cortadas con una gigantesca sierra, se elevaban de dos o tres metros, sin dejarme posibilidad de ir caminando junto al cauce del río. No me desanimé y seguí desde arriba, siempre encaminándome a mi ciudad natal. En dos ocasiones, si no más, tuve que cruzar de un lado para otro, según el tronco. Ese hecho me recordaba a los cirqueros tratando de no caerse. El último se movía tanto, que mejor me senté sobre de él a horcajadas, arrastrándome como pude, para evitar caer en el aguai. Mi miedo era el caer en tierra, pues podría golpearme feo. Por fin el pasaje volvió a ser como al principio y continué, para al poco rato, salir a un pequeño valle ovalado, muy plano, en cuyo centro el agua había formado una poceta como de unos cuatro metros de largo, por dos de ancho y un metro y medio de profundidad. Como el sol estaba en lo alto, yo sudaba a mares, y me desvestí para entrar a la improvisada alberca donde estuve nadando un rato. Cuando se asentaron mis nervios me sequé con la playera y me vestí, llevándola amarrada a la cintura bajo el cinturón, disimulando con eso, el arma y la cartuchera. Seguíp caminando por la orilla hasta desembocar en una especie de cascada que me sirvió como de tobogán y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en el valle de San Cristóbal.

Según pude orientarme, había llegado a los terrenos de la Labor de San Nicolás, de la familia Tovilla, los cuales conocía, porque en alguna ocasión me invitaron a comer.

A la derecha se veía la falda de la carretera de La Garita y allá me dirigí para ascender por una terrible pendiente, en una especie de túnel de ramas, donde sólo permitían pasar con mucho esfuerzo y rayones producidos por las zarzas. Me fui caminando a un paso regular porque era de bajada, lo cual me condujo a un costado de la iglesia de Guadalupe y seguí rodeando hasta llegar a la plazuela. Me senté en la banca más cercana, para tomar aire y reponer mis fuerzas. Aunque no lo había apreciado, todo el cuerpo empezaba a acusar los efectos del estrés y del ejercicio violento, necesario para poder salir avante. Una vez repuesto enfilé hacia mi casa, sin importarme las miradas de la gente, tal vez porque iba yo lleno de tierra, sobre todo la acumulada desde el baño y subida a la carretera de La Garita.

— -Aquí madreado y con raspones, doy gracias a Dios porque estoy vivito y coleando, pese a todo lo vivido hoy--- me dije.

 

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