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Victoriano Alcántara
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 Article publié le 12 septembre 2005.

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traduit en français par Patrick CINTAS

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Cuando Victoriano Alcántara cerró la puerta, un escalofrío trepando por su espalda le mordió la nuca como un reptíl fantástico. Afuera la noche ensanchaba sus latidos sobre los perros atentos. Un viento negro escurría de prisa su largo vestido.

Entre bota y bota sonando como tambor lejano contra el piso, la casa callaba meciendo un oleaje de penumbras.

El hombre bajo la toalla se miró de nuevo en el espejo. Sólo un breve gesto tenso, todavía. Sin importancia. Sin rastros de sangre, magullones, dientes rotos. Apenas los ojos negros dilatados como los perros que afuera deambulaban la noche, nerviosos. Que andaban atentos con todos sus colmillos atentos, deambulando.

Victoriano - correntino, peón de albañil, soltero, treinta años - conocía de memoria historias de muerte y lobizones. Desde chico fue acostumbrándose a relatar apariciones y abrir senderos por el monte.

En más de una noche de luna llena clavó sus ojos en la punta de los pies, como si fueran una presa codiciada, mientras las manos morenas raspaban su cara en busca de cualquier indicio imprevisto, desesperadamente invadido de miedos y de habladurías.

Su familia no hizo otra cosa que trabajar por nada, como si trabajar fuera un deber de ocupación gratuita para los pobres. Mejor dicho : sus padres no hicieron otra cosa que trabajar por nada. Vales por tabaco y yerba a cambio de veinte horas diarias de desmonte en los feudos de ilustres apellidos que decoran las calles de las ciudades. Serpiente y desmonte y hambre.

Los hermanos de Victoriano representaban un abanico de malos ejemplos, cretinadas e hipocrecía santulona sin igual, sobre cuyos pormenores llegaron a dedicar algunas columnas los diarios de los pueblos cercanos. El anteúltimo de los Alcántara fue ubicado de monaguillo en una parroquia, por una tía fanática de no recuerdo bien que congregación. En vez de cura, mandadero oficial, y con la vida asegurada viviendo de arriba en Santa Fe. Adalberto, el mayor, graduado con honores de contrabandista en la Triple Frontera. Los mellizos, par simpático si lo había en todo Corrientes, cadetes desde los doce años en una gran tienda de Resistencia, hasta que los descubrieron revendiendo mercadería y fueron a parar a la calle, aunque un concejal de la capital, que andaba entreverado en esos asuntos de reventa, los hizo entrar a la administración pública de encargados de no sé qué área de Compras de la Municipalidad. Crisóstomo Segundo, quien fue dado a luz justo cuando Adalberto inflaba los pulmones para soplar las velitas de su primer cumpleaños, se dedicó a la política como guardaespalda de un mandamás del Pacto en Paso de los Libres. Julián, de quien poco podrían comentar las comadres memoriosas, era trece meses mayor que el aprendíz de curita. En algún momento de su vida abrazó la artesanía regional, pero en los últimos tiempos se ganaba unos pesos como mercachifle y revendedor de baratijas a pilas en Uruguayana.

Victoriano tuvo hasta los dieciocho una vida tranquila, anónima, sin roces con sus semejantes. Hizo el servicio militar en Entre Ríos, y allí comenzaron a chorrearle las penurias. Le daba por morder a los conscriptos dormidos. Lo molieron a palos varias veces y hasta conoció las asperezas de la celda gracias a sus irrefrenables impulsos. Después, enganchado de cabo en el Ejército, comenzó a hacer carrera. Hasta que un día metálico de enero, un tal José Ignacio Cabañas, de guardia en los arsenales, lo vió correr en cuatro patas, zigzagueando entre unos tambores de combustible. Lo encontraron jadeando boca arriba.

En el pueblo dijeron -que decía un principal- que se había contagiado alguna porquería con la hija del despensero, que tenía ideas raras.

No pudo haberse puesto tan malo ese gurí, se lamentaba un sargento mayor de apellido Loria, que lo tuvo a cargo cuando manejaba un camión cisterna.

Lo cierto es que a Victoriano Alcántara, después de algunas juntas médicas, le dieron licencia por tiempo indeterminado.

Los perros gimieron mientras encendía la lámpara de la cocina. Se calzó las botas y una gorra. El viento negro regresaba con un bramido que se enredaba en las arboledas. Alcántara, trabajosamente, garabateó una breve nota con su mano izquierda. Cierta sirena agitaba a los perros que ladraban diferente. Victoriano descolgó el Mauser descargado, con mira telescópica.

En otros tiempos supo matar varios leones de un sólo tiro, comentaría después un hombre conocedor de las andanzas del milico por el monte. Le hizo un gran favor a la gente, afirmaría su esposa casi como un rezo, cerrando los ojos y persignándose.

Alcántara se detuvo frente a la puerta cerrada.

La villa, ahora, hervía bajo una espesa expectativa. Se escucharon pisadas de varios hombres.

 -Salí correntino, estás rodeado ! - gritó un agente.

Victoriano acompañó la inconclusa ronda de la puerta con un leve movimiento de su mano, mostrándose de cuerpo entero, a contraluz, sin respuestas, ni gestos, ni palabras. Sin pensar en nada.

Alzó el Mauser hasta el hombro apuntando despacio. Una lluvia de muerte lo partió en cuatro.

Dicen que al frente de la partida estaba un sargento gordo y hablador que no dejaba de repetir algo acerca de una bala de plata.

Victoriano Alcántara quedó allí, en medio de su sangre, como cualquier cristiano.

Gabriel Impaglione

 

français

español

Quand Victoriano Alcántara ferma la porte, un frisson remonta le long de son dos et lui mordit la nuque comme un serpent fantastique. Dehors, la nuit dilatait ses battements sur les chiens vigilants. Un vent noir secouait en vitesse son vaste manteau.

Entre les pas résonnant comme un tambour lointain dans l’appartement, la maison se taisait, berçant une houle de pénombres.

L’homme sous la serviette se regarda encore dans le miroir. Un seul geste rapide et tendu. Sans importance. Pas de traces de sang, ni de meurtissures, pas de dents cassées. Tout juste les yeux noirs dilatés comme les chiens qui déambulent dehors la nuit, nerveux. Qui allaient vigilants avec des crocs vigilants, déambulant.

Victoriano - natif de Corrientes, ouvrier maçon, trente ans - savait de mémoire des histoires de mort. Depuis l’enfance, il avait l’habitude de raconter des apparitions et d’ouvrir des chemins par les monts.

Plus d’une fois dans les nuit de pleine lune, il fixa ses yeux sur la pointe de ses pieds, comme s’il s’agissait d’une proie convoitée, pendant que les mains brunes frottaient son visage à la recherche de n’importe quel indice imprévu, désespérément envahi de peurs et de bavardages.

Sa famille ne fit rien d’autre que travailler pour rien, comme si travailler était un devoir d’occupation gratuite pour les pauvres. Ou mieux dit : ses parents ne firent rien d’autre que travailler pour rien. Ticket de tabac et d’herbes en échange de vintg heures journalières de déboisement dans des fiefs aux noms illustres qui décoraient les rues des villes. Serpent et déboisement et faim.

Les frères de Victoriano représentaient un éventail de mauvais exemples, crétinerie et hypocrisie cagote sans égal, dont les détails parvinrent à remplir quelques colonnes dans les journaux du voisinage. L’avant-dernier Alcántara fut casé enfant de choeur dans une paroisse, par une tante fanatique de je ne sais plus quelle congrégation. Au lieu de curé, commissionnaire officiel, et avec le pain bénit vivant bien à Santa Fe. Adalberto, l’aîné, diplomé avec honneurs en contrebande sur la Triple Fontière. Les jumeaux, paire sympathique s’il y en avait eu à Corrientes, cadets depuis l’âge de douze ans dans un grand magasin de Résistance, jusqu’à ce qu’on les surprenne revendant de la marchandise, et ils finirent dans la rue, bien qu’un conseiller de la capitale, mèlé de près à ces histoires de revente, les fit entrer dans l’administration publique comme chargés de je ne sais quel service d’achat de la municipalité. Cisóstomo Segundo, qui vint au jour au moment où Adalberto gonflait ses poumons pour souffler sa première bougie, s’adonna à la politique comme garde du corps d’un grand manitou du Pacto en Paso de los Libres. Julián, dont les commères se souviennent mal, avait treize mois de plus que l’apprenti curé. À un certain moment de sa vie, il embrassa la profession d’artisan régional, mais ces derniers temps il a gagné quelques pesos comme mercanti et revendeur de camelotes à piles en Uruguay.

Jusqu’à dix-huit ans, Victoriano eut une vie tranquille, anonyme, sans fréquentation de ses semblables. Il fit son service militaire à Entre Ríos, et là commencèrent à gicler les pénuries. Il mordait les conscrits endormis. Ils le bastonnèrent souvent et il connut même les rudesses de la tôle grâce à d’irrésistibles impulsions. Ensuite, engagé comme caporal, il commença une carrière. Jusqu’à ce jour métallique de janvier où un nommé José Ignacio Cabañas, de garde aux arsenaux, le vit courrir à quatre pattes, zigzaguant entre des bidons de combustibles. Ils le trouvèrent gisant sur le dos et haletant.

Au village on raconta - disait un patron - qu’il avait été infecté par une cochonerie contracté avec la fille du cantinier, elle avait des idées bizarres.

 - On ne peut pas être plus mal, se lamentait un sergent chef qui s’appelait Loria et qui l’avait eu sous ses ordres quand il conduisait un camion citerne.

Ce qui est sûr, c’est qu’après quelques visites médicales, Victoriano fut dispensé pour un temps indéterminé.

Les chiens gémirent pendant qu’il allumait la lampe de la cuisine. Il mit ses bottes et se coiffa d’une casquette. Le vent noir revenait avec un rugissement qui se mêlait aux feuillages. Alcántara, laborieusement, griffonna quelque chose dans sa main. Une certaine sirène agitait les chiens qui aboyaient différemment. Victoriano décrocha le Mauser déchargé, avec visueur télescopique.

En d’autres temps, il sut comment tuer plusieurs lions d’un seul coup, racontera plus tard un connaisseur des aventures du soldat par les monts. Il a rendu service à tout le monde, affirmera son épouse presque comme une prière, fermant les yeux en se signant.

Alcántara s’arrêta face à la porte fermée.

Le village, maintenant, bouillait dans une épaisse attente. On entendit les pas de plusieurs hommes.

- Sors, correntino, tu es cerné ! cria un agent.

Victoriano accompagna la fermeture incomplète de la porte d’un léger mouvement de la main, montrant son corps entier, en contrejour, sans rien dire, sans bouger. sans penser à rien.

Il leva le Mauser et épaula lentement. Une pluie de mort le coupa en quatre.

On raconte que le gros sergent qui les commandait était un bavard qui parlait d’une balle en argent.

Victoriano gisait dans son sang, comme n’importe quel chrétien.

 

Gabriel Impaglione

 

 

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