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Brontolarios y otros poemas
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 Article publié le 12 juillet 2006.

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Brontolarios

 

Merodean cuando las sombras se alargan en las callejuelas despobladas. Leve crepitar de la piel rugosa sobre la hojarasca del día. Husmean cada indicio con una lentitud que a veces se parece al paso de un enorme barco frente a la orilla del mar. En el hondo silencio de su amenazante sigilo vive un vacío que suele agitar las persianas.

Hoy, cuando los pajaros huyeron de una asamblea de migas que dejé caer desde el balcón, presentí su cercanía como nunca.

Cierta aspereza del aire, una lejana respiración que se me antojó corría por un túnel grave, infinito, oscuro ciegamente, hacia el confín extremo de los tiempos.

Nadie jamás ha visto un brontolario, pero las paredes de las estrechas calles de la ciudad vieja muestran señales inequívocas. Zarpazos horizontales que han herido el cemento como una poderosa garra de acero.

Hay quienes creen que se alimentan de las salamandras mimetizadas en los muros.

Juraría que comen sombras escondidas durante la siesta, y por las noches, se lanzan al festín de las oscuridades.

 

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Después del despúes

 

Lapidario Guzmán ni abrió la boca. La noche se hizo un muro sin límites alrededor del grupo y si algo hubiera sucedido luego, no sé, una gota del vaso de Sisemio deslizando su azafrán hasta la tierra, el aliento haciéndose una espada en el aire, el tiempo, ese frágil aliento a veces, se habría partido en tantos infinitos paisajes, que hoy la historia sería diferente.

Los jueves a la tarde vestía su guardapolvo azul y entraba al galpón de las estrufallas. Encendía la luz negra y se dejaba llevar por el largo corredor mirando una a una las celdas pequeñas y malolientes.

En el final del húmedo pasillo una enorme biblioteca desierta custodiaba el escritorio de metal sobre el que se apilaban carpetas, cartuchos del 14 y la tímida constelación de botones rojos del tablero de seguridad de las jaulas.

Sentado, reposaba las piernas en una pequeña banqueta azul mientras afuera la noche comenzaba lentamente su gobierno implacable. Así sus cuatro noches mensuales, percibiendo el seseo de los machos dormidos, el áspero roce de las patas escamosas en los acorazados cuerpos.

Cada tanto una luméndrola trazaba su hilo de baba fosforecente en la sombra y al segundo, inexorablemente, el chasquido, un gemido después casi imperceptible, y más tarde el sordo estertor del final. Y las endiabladas mandíbulas de alguna estrufalla rechinando en el saboreo agridulce, bañadas de cierta baba fosforecente que se evaporaba de a poco hasta no ser sino una sombra más en el sopor de la oscuridad.

La rutina de los jueves por la noche. Gino intentó cierta vez combatir la elástica constitución de las horas instalando un pequeño televisor en el escritorio. A la mañana siguiente lo encontraron paralizado, casi verde, con los ojos desorbitados y extrañas palabras inconclusas prendidas de la boca.

Se lo anticiparon, pero él no entendía mucho de esas cosas. Pensó que sólo trataban de justificar sus exigencias, de tenerlo atento en un filo de tensión casi insoportable. No fue capaz, en su ceguera, de entender porqué las guardias un día a la semana, y que cada noche otro como él cumpliera la tediosa rutina de esperar el amanecer detrás del escritorio, en la oscuridad, en completo silencio, con una escopeta de dos caños siempre a mano y el inyectable de efecto súbito para estirar por unas horas sus posibilidades de supervivencia.

Cuando aquella vez le preguntaron por su experiencia, la rica historia de Gino en los suburbios abandonados, sus andanzas por los graves galpones del ferrocarril y la derruida zona industrial bastaron para ganarse el puesto.

Otros tiempos. Las estrufallas no habían evolucionado todavía, se arrastraban como babosas gigantes por los ángulos sombríos, cazando luméndrolas y pequeños escorpiones de aceite, y nada hacía prever que la nueva especie alcanzara semejante desarrollo. La mutación, repetía casi kafkianamente un viejo profesor universitario de Biología.

Gino no entendía de mutaciones, nuevas especies, apocalipsis y largas caravanas de sobrevivientes hundiéndose en el sur ignoto, y ya de tan depredado casi inhabitable.

Él se había negado a abandonar su territorio, su vastedad de rincones, su intrincada red de pasadizos y refugios. Después de aquella luz enceguecedora y el viento de piedra que arrasó los primeros barrios, luego de la nieve roja cuando ya todos los rumores habían sucumbido, la piel de corteza centenaria era suficiente protección ante mordeduras de frio y alimañas.

Con las semanas adquirió un sentido auditivo envidiable para captar el mínimo roce de una presa sobre cualquier superficie. Luego le llegó como un don maravilloso el olfato más agudo, bestial, exacto que pueda imaginarse.

Mientras todo parecía suspendido en el tiempo, e iban y venían hombres embutidos en trajes especiales, Gino perseguía su almuerzo, mirando a la distancia la reconstrucción de lo posible.

Fue acercándose de a poco, hasta que alguien ganó su confianza, y luego otro, y terminó colaborando en un escuadrón de hombres como él, hechos a las nuevas circunstancias.

La primera estrufalla evolucionada lo acorraló una mañana en un corredor de la Superintendencia del Ambiente, donde desmontaban artefactos eléctricos. Alcanzó a hundirle un destornillador en el pecho antes que la bestia le llegara al cuello. Allí supo que la historia no sería la misma.

Entonces, durante las guardias, muy luego, cuando aquel contrato, la escopeta de dos caños estaba siempre a mano.

Pero no entendía demasiado. No alcanzaba a comprender el porqué de esas celdas, la razón imbécil de mantener vivos los últimos ejemplares de la especie.

En lo que fue el centro de la ciudad el vértigo de los andamios aceleraba día y noche la nueva geografía. Dentro del perímetro enrejado crecían jaulas gigantescas y laberínticas galerías cerradas. En uno de los pabellones se expondrían las bestias, detrás de triples cristales de máxima seguridad.

Él no entendía ciertas cosas.

Fue un jueves, tal vez entre sueños avanzada la noche, de una fosforecencia a otra en el galpón a oscuras. Comenzó a verse estrufalla, último eslabón de la evolución mutante, fiera descompuesta en tantas otras versiones cada vez más monstruosas.

Y un relámpago de idea que lo fulminó detrás del escritorio, con las piernas abatidas en la banqueta azul y todos esos cartuchos del 14 frente a las narices.

Rascó la piel casi fósil de su mano izquierda y encendió todas las lámparas.

Un gemido, primero, después el creciente bramido de las criaturas que lo empujó a la escopeta.

Pulsó la cerradura electrónica de cada una de las celdas desde el tablero del escritorio y esperó, con la vista en ningún lugar, el rumor compacto de las pisadas sobre el pasillo.

Fue la lucha por una luméndrola, el forcejeo silencioso, un estampido luego. Y la boca chorreándole una baba fosforecente.

Más tarde otro silencio, diverso, espeso, maloliente, como una niebla en el galpón vacío, alrededor de las huellas compactas perdiéndose en la noche.

Tal vez como una lenta caravana de sombras inexplicables siguiendo a respetuosa distancia al macho alfa de brazo armado.

Y muy después los gritos, entre quejidos y plegarias, lejos, entre los andamios.

Lapidario, Sisemio y los otros dos operarios de la grúa casi ni respiraron, vieron la carnicería desde la altura. Esperaron tres días entre una nube de carroñeros y todos los inexplicables porqué a mansalva.

La patrulla allá abajo les dio coraje para descender a lo que quedaba del infierno.

 

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En la inmensidad de las llanuras del salitre

las redes buscaron el pez de oro,

los puertos donde anclaban

la primera aurora, el beso de la última sirena,

la casa establecida del pan caliente.

Fueron los barcos el origen de las multitudes.

En los húmedos corredores donde nacían

esperanzas, hijos muertos, claveles

en las manos

uno detrás de otro en larga fila de silencios

rindieron sus lenguas,

las valijas abarrotadas de preguntas.

Entonces subieron en la tierra nueva los zapatos

rotos a los andamios,

construyeron la voluntad del almuerzo.

Se gastaron la piel hasta desnudar la llaga

donde el dolor pulsa su primer grito,

los quemó la cal, la máquina

les llevó una mano, el olfato, les mordió la luz,

cada jornal fue un esponja con vinagre.

En los arrabales donde el musgo del orín

no pudo con la rosa, abrieron un hueco

en el frío para acunar los hijos.

La tierra los llamó semilla y la semilla

padre, y fundaron el estallido del cereal.

Y así la rueda avanzó donde nada hubo y nada

sucedía sino viento.

El camino se hizo tendedero de cráneos y amapolas,

harapos, nombres extraviados, guerras

que mordían la memoria, largas travesías

en busca del origen que no era sino la nueva

singladura.

El regreso cobijado en las postales

a veces tembló como un pájaro herido.

Llenaron los nuevos horizontes de aceitunas,

guitarras, estructuras, vides, puntos de partida

y levantaron la casa que vio nacer partir

regresar cada domingo lo mejor de los sueños.

Muy después a las llanuras del salitre

los hijos regresaron por el pez de oro

el palmo de aire

lo posible

de espaldas al humus carbonizado por la pena.

Entonces los pueblos de calles estrechas,

donde ya nadie esperaba noticias de ultramar,

donde quedaban muy lejos

las nuevas dimensiones del mundo.

De : Papeles de Sardinia (Carte di Sardinia) Edicion bilingue, italiano-español. Uni-Service, Trento, Italia, 2006.

 

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Circularidad de tu nombre

 

Eres esta claridad que llega

como un barco de fuego, una ciudad

de hogueras en su deriva lenta.

Vienes con una música

que sólo yo conozco.

Las palabras suben al racimo del día

savia fantástica, pura esencia planetaria,

y en tu nombre

trepo a la mañana a recoger el canto.

Alimento de ti esta locura calladamente

nuestra, esta alegría mansa de rosa infinita

que llega como un barco de fuego,

una ciudad de hogueras en su deriva lenta.

Ay tierra regresada, patria

de mis besos,

humus victorioso

que alza la aurora de tu boca mía

como una manzana,

panal de dulces amapolas.

Luz que inventa las palabras.

Vienes a besarme

con una música que sólo yo conozco.

Ay tierra surcada de guitarras !

A tus orillas los geranios de plata,

muchedumbre de lirios esmeralda,

pequeños saltimbaquis de nácar y de espuma

que danzan en su eterna fiesta entre las piedras.

Te nombran los pájaros en la corriente del viento,

con un brillo de barco de fuego

de ciudad de hogueras en su deriva lenta.

 

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Argentina, 1976

 

He visto los hombres trepar a la sombra

tensando los arneses aún dormidos

y marchar unidos en el esfuerzo bestial

hasta montar el sol sobre la tierra.

Entonces salían de todas partes los niños y las madres

y luego los mercados llenaban las veredas

de silbos y manzanas.

La alegría de las gestas domésticas

coronadas por la dignidad del almuerzo !

He visto largas caravanas de obreros en el alba

marchar hacia el metal de la sirena.

Ágiles bicicletas con la vianda,

la radio colgando del manubrio.

Hasta que el estrépito de ráfaga

de cañón maldito

de horrorosa muerte

abrió un boquete en cada casa y entró la niebla negra.

Todo se retorció como un pez en la arena,

hasta ser tragado por el miedo.

Desapareció la fábrica.

También el hombre.

Y los hijos, y los mercados con silbo, y las radios

que no fueron sino un espejo del infierno roto a veces.

La universidad de Luján fue clausurada.

Encadenaron la luz en los sangrientos sótanos,

persiguieron los brotes del canto asesinado.

El abrazo fue un código secreto

la patria un dolor ahogado bajo la tortura.

Y el sol deseo apenas musitado

entre los nombres de los que ya no estaban.

 

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Modernidad

 

Para los gerentes de las petroleras
y de las fábricas de armas

el Jardín del Edén estaba incompleto.

Por eso estallidos
llamaradas humaredas tableteos.

Entre el Tigris y el Eufrates
brilla en esplendor el Nuevo Orden

De “ Bagdad y otros poemas. El taller del poeta, españa, 2003.

 

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Ausencias

 

Cada niño partido
cada madre cegada
cada hombre astillado
se lleva su estrella a otra hondura.
Por eso la noche cae, clausurada
como humo espeso
en la Mesopotamia.
Ha sucedido siempre
bajo cualquier guerra.
Las estrellas mueren bajo metralla.
Y queda un infinito
hueco funerario
raspado por las balas.

De “ Bagdad y otros poemas. El taller del poeta, españa, 2003.

 

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Poética

 

Abrir los pasadizos secretos
de las horas deshojadas,
a tientas intentarlos,
ocupando las manos,
la terca voluntad de taladro,
la inconsciencia empuñando
el oficio de topo abecedario.
En el final de cada túnel
a veces, la poesía.

De “ Bagdad y otros poemas. El taller del poeta, españa, 2003.

 

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